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Ángel Prieto Sera
La alquimia que incluye el “campu fugu” dentro del escaso grupo de lugares irrepetibles es bien sencilla: muchas generaciones hemos pasado en él los días más interesantes de nuestras vidas; basta que la memoria ponga su espalda para que, acompañado de un leve parpadeo, me traslade a los tiempos de la niñez y rememore las tardes soleadas de los últimos días de mayo o primeros de junio, cuando los maestros decidían ir de campo con los escolares. En prietas filas de a dos se salía de la escuela y, cantando canciones de la Cruzada y loas a la virgen María, se mantenía la formación hasta coronar el cerro del Pozo. Avistado el objetivo, la fila, estirada como un chicle, terminaba por romperse en tantos grupos como intereses hubiera por llegar a las puertas del campo para elegir la portería preferida. Nunca servía de nada estar los primeros para entrar. Cuando llegaban los maestros, aparte de la regañina y algún que otro bofetón por haber roto la fila, la primera actividad que mandaban era una batida a lo ancho del campo para recoger cuantas “bolos” sueltos encontrásemos a nuestro paso. Luego, en la esquina de arriba, al abrigo del viento, al son de la voz militarizada del profesor, que rememoraba tiempos de instrucción, ejecutábamos unas tablas de gimnasia tan inmóviles, cuando menos, como el Glorioso Movimiento Nacional que las preconizaba: ¡A cubrirse! ¡Mar! ¡Derecha! ¡Mar! ¡Brazos al frente, arriba, en cruz...! Con gestos cansinos, como autómatas con las pilas gastadas, realizábamos los ejercicios, y en el instante que pronunciaba el ansiado ¡rompan filas!, volvía la energía. Una especie de resorte colectivo hacía moverse nuestros frágiles cuerpos infantiles a lo largo y ancho del campo corriendo con denuedo detrás de una pelota de goma, hasta que se hacía la hora de volver a la escuela. Después de los años infantiles, los momentos vividos en el “campu fugu” se agolpan en tal cantidad que se haría preciso triturarlos, majarlos en el almirez de las esencias, a fin de distinguir los colectivos e importantes de los meramente livianos o personales. Sin embargo, no puedo apartar de la memoria las mañanas previas a los partidos con otros pueblos colindantes, acarreando esportillas de tierra negra —no disponíamos de cal— para señalar las líneas del campo, para delimitar con precisión milimétrica las áreas grandes y pequeñas, el círculo central, los puntos del penalti, los cuadrantes de las esquinas... Las caras perplejas de los jugadores forasteros cuando veían el estadio por primera vez. La orgullosa satisfacción que sentíamos los lugareños cuando les explicábamos que tenía las medidas reglamentarias de los campos de primera división, y que la hierba era sólo cuestión de tiempo. La envidia mal disimulada que expresaban nuestros rostros cuando en el calentamiento previo veíamos al equipo forastero peloteando con cuatro o cinco balones, en tanto que nosotros lo hacíamos con uno, mil veces recosido y otras tantas untado de sebo a fin de proteger sus costuras. Los partidos del Pozo contra las Eras, siempre cargados de tensión, jugados a cara de perros, con lluvias y soles, con heladas y escarchas, con granizos y nieves, como si nos fuera la vida en la victoria. Y como no, las tardes soleadas de algunos domingos disputando el encuentro con equipos de fuera, subiendo las bandas con la camisola roja remangada hasta los hombros y henchida por el viento, corriendo detrás de la pelota..., persiguiendo la magia de un sueño que no veía nadie excepto uno mismo… Muchos kilómetros había que hacer para encontrar una localidad que tuviera un estadio parecido al nuestro. Sólo el San Calixto de Plasencia —huelga la comparación entre las dos poblaciones— tenía similares medidas. A principios de los años setenta, el terreno de juego del viejo San Juan (así se llamaba el estadio) pasó a formar parte de un complejo polideportivo tan espectacular que era necesario recorrer muchos más aún para encontrar uno de similar condición”… ![]()
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