La otra mitad se quedó desnuda, desprotegida y, como no era difícil aventurar que otro envite del viento Solano daría con ella en el suelo provocando alguna catástrofe de consecuencias imprevisibles, las autoridades —con buen criterio— optaron por cortarla. Y, de la noche a la mañana, el álamo centenario, el árbol sagrado, el testigo privilegiado de la historia piornalega, paso a ser un triste muñón en el que unas ramitas tiernas, endebles, luchaban por sobrevivir. Todas las sinergias del pueblo se confabularon con ellas y “con las lluvias de abril y el sol de mayo” —como el viejo olmo machadiano— reverdecieron de nuevo; cada día que pasaba se alejaban del tronco más y más. Y al cabo de algunos años estaban tan separadas de él que sólo sabían de la herida de su encuentro con Eolo por las noticias que contaban los pájaros que anidaban en ellas. El remozado álamo volvió a vivir años de esplendor. Volvió a ser el tótem de la plaza. Cierto es que cada vez jugaban a su alrededor menos niños/as —le habían quitado el arríate—, y a sus ramas venían cada vez menos pájaros. Pero el fatal desenlace, la muerte definitiva, le sobrevino al álamo en fechas no muy lejanas, cuando una plaga de grafiosis acabó con él y con la mayor parte de los hermanos que tenía repartidos por todo el viejo continente. Tristeza, porque la autoridad religiosa, con el beneplácito de la civil, decidió destruir (1968)—que no rehabilitar— el monumento más importante del pueblo: la antigua iglesia parroquial de San Juan Bautista, esgrimiendo el peregrino argumento de que estaba en estado ruinoso y de que no tenía el suficiente espacio para albergar tanta fe; de modo que para llenarlo de aquella fe, de crucifijo en mano cerrada y escopeta al hombro, redujeron a escombros la cultura que el viejo templo había ido acumulando en las distintas reformas que se habían hecho en él a lo largo de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Luego, la evidencia demostró que salvo la techumbre de madera carcomida por la dejadez, el granito de sus muros, varias veces centenarios, estaba agarrado a la cal como si el tiempo no hubiera pasado por ellos y, como si el Bautista hubiera extendido su manto protector por encima, para derribarlos fue preciso arrancar piedra a piedra durante largas y duras jornadas de trabajo agotador. Pero, ya se sabe: “el hombre propone y Dios dispone”, y como no han sido pocas las veces, nefastas la mayoría, en que los dos, de común acuerdo, dispusieron juntos: el olor a cera quemada, la humedad y aquella llave larga y pesada que abría los portalones cuyas bisagras crujían como ecos sepulcrales, sucumbieron a las exigencias reformistas del Concilio Vaticano II, y hubo iglesia nueva. Tristeza, porque de la fuente que mandara construir el alcalde Sisenando Escudero Nuño en el año 1903, sólo quedó la columna que reparte el agua; al pilón lo dejaron reducido a la mitad, y las equilibradas proporciones de la fontana pasaron a mejor vida. También el crucero sufrió importantes modificaciones: le cambiaron de sitio, y su escalinata se vio reducida en tamaño y en altura. Y por si fuera poco, otras actividades más mundanas también dejaron la plaza: trasladaron la botica de doña Antonina a la primera casa de la calle de los Luceros; la vieja zapatería/barbería que regentaban los hijos de Alfredo Ramos —uno de los insignes piornalegos que inmoló su vida en los Cotos de Torremenga luchando por la libertad— cerró sus puertas; lo mismo hizo la carnicería de Juan Guillén; pasados unos años, le tocó el turno a la vieja taberna de Guillermo Merchán y Leandra Miguel; y en fechas más recientes, Nemesio Calle echó la llave al último negocio, bar la Espuela, que hubo en el corazón del pueblo. Sólo una placa en memoria de las víctimas de la “Victoria” se perpetúa en la pared de la torre (La placa fue quitada de la pared de la torre el año pasado). De modo que de aquella entrañable plaza sólo queda el recuerdo:
La plaza del otro trago,
Y la plaza de la cita,
Se esperaba allí a Jarramplas
A bautizos, funerales
La esperaba el piornalego
Allí esperaba la madre
Desesperaba a la niña
Los quintos también cantaban
Y el que espera...
Y un grimeril de chiquillos
Dice la voz popular
...Entre tanto y con silbo distraído, ![]()
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