La plaza de la iglesia1

 
 
 

Buena verdad es que la plazuela del Nogal era el eje en torno al que giraba la barriada de la Eras, y no es menos cierto que la plaza del Ayuntamiento ejercía la misma función en el barrio del Pozo. Pero el eje motriz alrededor del que se fue formando el villorrio, el corazón cuyos latidos repartían vida por el pueblo, era , sin lugar a dudas, la plaza de la Iglesia.

Esta plaza, varada en el centro de una cruz griega —a medio camino entre la ermita de la Concepción y el alto Vallejo, a medio camino entre los Canchuelos y la necrópolis del Cristo del Humilladero— era, sin discusión alguna, la plaza de todos. La plaza donde muchas generaciones de piornalegos han pasado los días más interesantes de su cotidiana existencia; donde han sentido las emociones más intensas de sus vidas; donde han vivido sensaciones alegres, tristes..., inolvidables. Se ha bebido vino y comido pan, se han cantado rondeñas y bailado jotas, lanzado nabos a Jarramplas y cantado alboradas a san Sebastián; se han dado saludos de bienvenida y abrazos de despedida, se ha vitoreado al alegre y consolado al triste, recibido al recién nacido y despedido al muerto.

Con toda probabilidad es el lugar del pueblo que más remodelaciones ha sufrido a lo largo de los años; tantas, que el aspecto actual poco —por no decir nada— tiene que ver con lo que fue este lugar hasta los años 60. Hoy, tiene una cara más nueva, más abierta, más luminosa —si se quiere—. Pero también podría decirse que esa luz refleja la falsa alegría de los lugares que ocultan una gran tristeza.

Tristeza porque a principios de aquella década —no puedo precisar el año— en uno de esos días en que el invierno descargaba toda su artillería de nieve y temporal, Eolo, envidioso del porte del viejo álamo, se erigió por encima de todos los demás meteoros y soplando con una violencia desconocida, incluso en estas serranías, arrancó de cuajo la mitad del árbol, dejándolo herido de muerte.

La plaza la iglesia
               Foto: Contraportada del programa de la "III Fiesta del cerezo en flor, 1974"

La otra mitad se quedó desnuda, desprotegida y, como no era difícil aventurar que otro envite del viento Solano daría con ella en el suelo provocando alguna catástrofe de consecuencias imprevisibles, las autoridades —con buen criterio— optaron por cortarla. Y, de la noche a la mañana, el álamo centenario, el árbol sagrado, el testigo privilegiado de la historia piornalega, paso a ser un triste muñón en el que unas ramitas tiernas, endebles, luchaban por sobrevivir. Todas las sinergias del pueblo se confabularon con ellas y “con las lluvias de abril y el sol de mayo” —como el viejo olmo machadiano— reverdecieron de nuevo; cada día que pasaba se alejaban del tronco más y más. Y al cabo de algunos años estaban tan separadas de él que sólo sabían de la herida de su encuentro con Eolo por las noticias que contaban los pájaros que anidaban en ellas.

El remozado álamo volvió a vivir años de esplendor. Volvió a ser el tótem de la plaza. Cierto es que cada vez jugaban a su alrededor menos niños/as —le habían quitado el arríate—, y a sus ramas venían cada vez menos pájaros. Pero el fatal desenlace, la muerte definitiva, le sobrevino al álamo en fechas no muy lejanas, cuando una plaga de grafiosis acabó con él y con la mayor parte de los hermanos que tenía repartidos por todo el viejo continente.

Tristeza, porque la autoridad religiosa, con el beneplácito de la civil, decidió destruir (1968)—que no rehabilitar— el monumento más importante del pueblo: la antigua iglesia parroquial de San Juan Bautista, esgrimiendo el peregrino argumento de que estaba en estado ruinoso y de que no tenía el suficiente espacio para albergar tanta fe; de modo que para llenarlo de aquella fe, de crucifijo en mano cerrada y escopeta al hombro, redujeron a escombros la cultura que el viejo templo había ido acumulando en las distintas reformas que se habían hecho en él a lo largo de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX.

Luego, la evidencia demostró que salvo la techumbre de madera carcomida por la dejadez, el granito de sus muros, varias veces centenarios, estaba agarrado a la cal como si el tiempo no hubiera pasado por ellos y, como si el Bautista hubiera extendido su manto protector por encima, para derribarlos fue preciso arrancar piedra a piedra durante largas y duras jornadas de trabajo agotador. Pero, ya se sabe: “el hombre propone y Dios dispone”, y como no han sido pocas las veces, nefastas la mayoría, en que los dos, de común acuerdo, dispusieron juntos: el olor a cera quemada, la humedad y aquella llave larga y pesada que abría los portalones cuyas bisagras crujían como ecos sepulcrales, sucumbieron a las exigencias reformistas del Concilio Vaticano II, y hubo iglesia nueva.

Tristeza, porque de la fuente que mandara construir el alcalde Sisenando Escudero Nuño en el año 1903, sólo quedó la columna que reparte el agua; al pilón lo dejaron reducido a la mitad, y las equilibradas proporciones de la fontana pasaron a mejor vida. También el crucero sufrió importantes modificaciones: le cambiaron de sitio, y su escalinata se vio reducida en tamaño y en altura.

Y por si fuera poco, otras actividades más mundanas también dejaron la plaza: trasladaron la botica de doña Antonina a la primera casa de la calle de los Luceros; la vieja zapatería/barbería que regentaban los hijos de Alfredo Ramos —uno de los insignes piornalegos que inmoló su vida en los Cotos de Torremenga luchando por la libertad— cerró sus puertas; lo mismo hizo la carnicería de Juan Guillén; pasados unos años, le tocó el turno a la vieja taberna de Guillermo Merchán y Leandra Miguel; y en fechas más recientes, Nemesio Calle echó la llave al último negocio, bar la Espuela, que hubo en el corazón del pueblo. Sólo una placa en memoria de las víctimas de la “Victoria” se perpetúa en la pared de la torre (La placa fue quitada de la pared de la torre el año pasado). De modo que de aquella entrañable plaza sólo queda el recuerdo:

La plaza del otro trago,
y la de la torre enhiesta,
y la plaza del reloj,
y la de la cruz de piedra,
la del álamo florido,
y la de la fuente fresca...

Y la plaza de la cita,
de la cita..., y de la espera.

Se esperaba allí a Jarramplas
con los nabos en la puerta
y a procesiones, y a bodas,
y a la niña quinceañera.

A bautizos, funerales
y a la moza casadera...
Y el que espera, desespera.

La esperaba el piornalego
enjuto y de piel morena
en los sacros soportales
mientras su cántaro llena.

Allí esperaba la madre
de churro y ciminicera
que algún chico equivocara
del juego la cantinela.
Y el que espera desespera.

Desesperaba a la niña
en los duelos de Cuaresma
el trastabille en la comba
o el pisotón en la cuerda.

Los quintos también cantaban
con sorprendente impaciencia
la tardanza de la ida
la esperanza de la vuelta.

Y el que espera...
Desespera.

Y un grimeril de chiquillos
jugando a la rueda, rueda,
se mezclaba con los trinos
de vencejos, aviones
—por repetirme clemencia—
y golondrinas viajeras
desesperando al curato
que con un coro de viejas
rezaba su “ora pro nobis”
desde el altar de la iglesia.

Dice la voz popular
Que el que espera...
Desespera.
¡Qué verdadera verdad!
¡Qué verdad tan verdadera!

...Entre tanto y con silbo distraído,
un zagalote acercaba
del ramal a la mulilla
al pilón a beber agua.

 
 
(1) A. Prieto Prieto. 2007 (Piornal, sierra y cielo, pp. 89-95)
 
 
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