- Ahora sobra de todo: pelotas, balones... pero entonces no había nada de nada. El único modo de tener un cacho pelotuja era vendiendo quincalla, mayormente los yerrus, y yéndose a arraclanes, que los pagaban muy bien para luego sacarlos el veneno.
- Ibas por un camino, veías un callu de herradura, pues, al bolsillo, y las púas de las cañeras, y las cachos de perníos de las puertas rotas, y los largueros rotos de los catres...
- Toda la quincalla la guardábamos en alguna casilla, y cuando venían los chatarreros cantando por las calles del pueblo: "¡Se compran toa clase de aluminius, metalis y cobris viejos!", juntábamos la de unos pocos amigos y la vendíamos al peso.
- Un día estábamos cantando nosotros el sonsonete del aluminio en el portal de la Casa Hogar y en esto que llegó don Herminio, el cura, y pensó que estábamos haciendo burleta. La emperchó detrás de nosotros. ¿Te acuerdas que tuvimos que salir a la uña?
- ¡No que no me voy a acordar, si no paramos de correr hasta bien pasada la Lancha Negra! ¿Y a qué viene eso ahora?
- ¡Algo habrá que decir de todo! ¿No?
- La venta de los hierros daba para unos confitis y una pelota o dos, como mucho.
- Hasta que descubrimos el filón de la Colonia y los yerros de las norias viejas.
- Cogimos la costumbre de ir a quitar las cañerías de plomo que tenían los servicios del antiguo hospital (La Colonia) y los pasadores de los cajilones de las norias y...
- Toma, y no volvieron a faltar pelotas... hasta que se descubrió el pastel.
- Menudas tollinas nos mamaron. Y lo que fue peor, nos quitaron las pelotas. ¡Diez o doce! A cada grupo, no vayas a creer.
- ¡No eran balones, pero las había bien grandes y bien cojonúas! ¡Colorás y blancas, blancas y azules!
- ¡Guardadas en los armarios de las escuelas han estado hasta hace bien poco tiempo!