Ángel Prieto Guillén
Tuvimos que meter luego tantas cosas en las alforjas de la memoria, que no nos quedó más remedio que arrojar su primer contenido: "¿Hay que aprender la lista de Los Reyes Godos?: ¡Pues a olvidar la emoción de la primera noche de Reyes y el nombre de los primeros amigos!. ¿Las cualidades del agua?: ¡Fuera el recuerdo de nuestro primer baño!. ¿El pluscuamperfecto de subjuntivo de "obedecer" en voz pasiva?: ¡Adiós al primer beso de nuestra madre!. ¿Hay que hacer sitio a ríos, cabos, golfos y cordilleras?: ¡Pues no hay más remedio que desprenderse de la primera nana que escuchamos, del sabor de la primera cereza,, de la primera vez que fuimos conscientes de que teníamos hermanos, del delirio de la primera fiebre y del dolor de la primera inyección! ¿Qué destrozos no causarían "Las Fábulas de Samaniego", "La lista de las preposiciones", "La tabla del nueve", "El principio de Arquímedes" y "La tabla periódica de los elementos"?.
Hoy , diecinueve de enero de mil novecientos noventa y cinco, en un momento de reflujo y nostalgia, el mar de la memoria ha dejado a mis pies el recuerdo de la Fiesta de Jarramplas en el Piornal de mis primeros días, cuando me sobraban dedos de una mano para contar los años de mi vida, traído por los ecos de una canción antigua que he escuchado en la radio esta mañana: "A los veinte de Enero, cuando más nieva -o "cuando más hiela", según los caprichos de la meteorología, que la sabiduría popular entiende como nadie de flexibilidades y de tolerancias- sale un capitán fuerte a poner banderas". Y es que la fiesta de Jarramplas se celebra, hoy como ayer, no sabemos desde cuando, que también la memoria de los pueblos está sujeta a la ley implacable del olvido, los días diecinueve y veinte de enero, festividad de San Sebastián, fecha inolvidable prendida en la memoria de cualquier piornalego -viva en Piornal o en Plasencia, en Barcelona o en Móstoles, o en San Sebastián con más motivo- por el imperdible de la vieja canción: "Sebastián valeroso, hoy es tu día. Todos te festejamos con alegría".
Y junto a Dios, los Santos, entonces tan humanos, tan cálidos, tan próximos: San Isidro, labrador como nuestros mayores, con su pequeña yunta guiada por un ángel. San Juan Bautista, "Juanito el de Isabel" en el villancico, patrón de la parroquia, tan crecido y viril ya, con su barba, tan distinto del que pintó Murillo para las estampas de la Primera Comunión, mal vestido con su piel de camello. San Roque, el patrón del pueblo, en actitud coqueta mostrándonos la llaga de la pierna. Don Herminio, el cura, nos decía cada año en el sermón de la misa de su fiesta que San Roque era un "peregrino de Santiago"; pero a nosotros, que ignorábamos qué oficio sería ese, nos parecía más bien un cabrero de la sierra de Tormantos, con su sombrero ancho, su cayado, su zurrón y su perrito.
Santos como Dios manda. Santos de pueblo con su día, su fiesta de guardar con procesión -para que al menos una vez al año se dieran una vuelta por las calles- y su cantar -no sólo para alabarlos. También para no olvidar los mayores y aprender los pequeños sus vidas y milagros-. Y entre todos los santos, San Sebastián: hermoso y joven como un adolescente. Casi desnudo, licencia sólo a él permitida por el señor cura, que a los demás no nos dejaba entrar en la iglesia con manga corta, atado al viejo tronco de un olivo y traspasado por mil flechas. Bueno, quizás no tantas, pero sí las suficientes para despertar en nosotros pena por él y odio hacia sus verdugos. Su himno lo explicaba muy bien: "Lo amarraron a un tronco, y allí le dieron martirio doloroso. ¡Verdugos fueron!".
Nosotros nos lo imaginábamos como uno que venía en un dibujo en la Enciclopedia Álvarez de 2º grado -"intuitiva, sintética y práctica"-. ¡Lástima que lo desnudaran para ejecutarlo!. ¡Habría quedado tan propio vestido de romano en la imagen, con su casco con el penacho como un cepillo, su coraza, su escudo y su faldita corta!. Claro que, por otro lado, habría dado menos pena y despertado menos piedad y devoción, que era de lo que se trataba. Sebastián se convirtió al cristianismo, y empujado por su fe de neófito, se lanzó a predicar y convirtió a su vez a otros personajes influyentes de la corte.
Cuando se enteró el emperador, que era un malvado, le mandó ejecutar, de manera que su muerte sirviera de escarmiento a los soldados de la guardia. ¡Qué difícil nos resultaba perdonar a Diocleciano! Podríamos haber pasado por alto su impiedad e idolatría, comprensibles si pensamos -aunque para nosotros era mucho pensar- que a lo mejor sus dioses de piedra y terracota eran tan hermosos como nuestros santos de madera y escayola. Pero la faena que le hizo a Sebastián nos parecía inadmisible e injustificable, se mirara por donde se mirara: En vez de aplicar una muerte rápida e indolora a quien había sido su colaborador fiel y leal, ordenó que sus propios hombres lo ataran a un árbol y lo asaetearan. Así se hizo, pero el santo no murió. Unos opinábamos que "¡qué verdugos más chapuceros!".
Otros, más agudos o más enterados, aclaraban que, como eran amigos suyos, aunque no podían desobedecer al emperador, "no tiraron a matar". El caso es que, cuando los soldados se marcharon, una amiga suya, "una mujer piadosa llamada Irene", como dice otra estrofa del cantar, se lo llevó y lo curó. En otra, se insiste sobre el particular: "todo su cuerpo tiene hecho una llaga, y una mujer piadosa se lo curaba". De todas formas, de poco le sirvió: Cuando Diocleciano se enteró de que estaba vivo, volvió a ordenar que lo mataran, no sabemos con qué sofisticada técnica de suplicio, esta vez definitiva y eficazmente. Como diría el señor cura, "corría el año 288 de nuestra era" -la verdad es que esto último me lo acabo de inventar. Lo de la fecha no, que lo he buscado en una enciclopedia-.
Como él, extiende sus brazos en el grueso tronco del viejo álamo de la puerta de la iglesia para ser "asaeteado" recibiendo sobre su cuerpo una lluvia de hortalizas -según la tradición, los proyectiles han de ser nabos, aunque se admiten sucedáneos no excesivamente contundentes; que al fin, aunque duro, no es más que un juego y como todo juego tiene sus reglas- Así como San Sebastián contó con la ayuda de Irene, Jarramplas cuenta con la de los mayordomos, que lo acompañan en todo momento, lo levantan cuando cae, sufragan los gastos de la fiesta, y velan por el cumplimiento exacto de los ritos y de las tradiciones.
De pronto, un murmullo creciente que luego fue rumor confuso y después tumulto indescifrable de voces y de gritos de miedo, alegría e histeria -según el emisor, que como dice El Libro, "de la abundancia del corazón habla la boca"- nos atrajo a la puerta con el presentimiento de algo terrible y ominoso. Y allí estaba él, apenas a unos pasos, firme como un árbol bien plantado, desafiando al vendaval de proyectiles no identificados, en mitad de la calle sobre la nieve sucia de pisadas y excrementos de vaca, fulgurante bajo el sol invernal, tenue y rojizo, del poniente que alargaba su sombra, haciéndole parecer aún más enorme e imponente desde mi pequeña estatura.
Flameaban al viento, y al ritmo de la danza infernal que marcaba con su tamboril, las mil cintas de colores que cubrían toda su grotesca indumentaria sin dejar a la vista un resquicio de tela, y el largo mechón cual cola de caballo que remataba el pináculo de aquella horrenda cabezota cónica. ¡Qué cabeza, Dios mío! Ni siquiera la visión de los demonios asándose en el infierno representada en una ilustración de un libro de oraciones de mi abuela era tan horripilante y estremecedora. ¡Aquel ser no podía ser otra cosa que el mismo Satanás, Belcebú, Pedro Botero! El demonio, que "se había hecho carne y habitaba entre nosotros", como el Verbo al que rezaban mi abuela, mi madre y mis tías cada mediodía, y venía a buscarme y a llevárseme, seguramente por repetir alguna de esas palabrotas que a mí me censuraban y no a mi abuelo, que las emitía profusamente cuando perdía los estribos, -o las púas, o el berbiquí, o la garlopa ...-, esas cosas que él extraviaba tan a menudo y luego decía que yo se las quitaba: "¡llevaros de aquí a este joío muchacho que me enrea con tó, cagüen dies!".
Después entraron otros hombres que cerraron la puerta con violencia. Por un momento pensé que la furia del mar embravecido de la calle iba a arrancar de cuajo aquel rompeolas protector, pero por fortuna mi abuelo había hecho un buen trabajo, desoyendo el refrán que dice que "en casa del herrero, cuchillo de palo", atendiendo, por contra, a la voz del sabio cuando afirma que "la caridad, bien entendida, empieza por uno mismo". Cuando cesó el martilleo de los impactos sobre las hojas de roble, vi sin querer mirar, desde el miedo cerval y la locura, cómo alguien arrancaba la cabeza de aquel engendro del infierno y cómo de ella ¡Oh, prodigio!, surgía tío Juan Mata, como Pegaso de la de Medusa -pienso ahora-, o como Caperucita y su abuela de la barriga del lobo -pensé entonces-, ¡Como para no creer en los cuentos!. Seguramente se lo había comido antes, y ahora era salvado por los mayordomos, como los personajes de Perrault por el cazador. ¡Qué cara de susto y de fatiga tenía también tio Juan Mata!. ¡Cómo sudaba, jadeaba y me sonreía, con la cara amoratada como un lirio de enero!. La misma cara que, -¡Dios sabe cuándo y en qué otro Jarramplas!- , debió ver el anónimo poeta popular que compuso la estrofa del cantar: "a los veinte de enero, florece un lirio. Por eso sufre el santo tanto martirio".
Entonces, uno de los mayordomos me miró, y vino hacia a mí con la careta de Jarramplas en la mano. Cuando intentó colocarla sobre mi cabeza, casi me da un ataque. Huí despavorido al fondo del taller, y me oculté tras unas puertas inclinadas y apoyadas sobre la pared, perseguido por las risas y carcajadas de los adultos. ¿De qué se reían? ¡Maldita la gracia que me hacía a mí todo aquel asunto! Sólo salí de mi escondite cuando me di cuenta de que todos se habían marchado y en la calle resonaba de nuevo el eco del tambor y la algarabía de los muchachos. Llegué a la puerta con tiempo para ver a la tumultuosa comitiva doblar la esquina de la Calle de la Fragua, acosando implacables a aquella especie de flautista de Hamelin que los hechizaba con el son monótono de su tamboril.
Yo también sentí el impulso irrefrenable de seguirlos. Sobre el miedo latente, afloraba en mí una nueva sensación de euforia y aventura. La sed de venganza me daba valor. No podía permitir que quedaran impunes las afrentas recibidas un rato antes: El susto que aquel monstruo me había dado y las carcajadas burlonas de los mayordomos. Pero la manaza poderosa de mi abuelo me retuvo por el brazo: "¿A dónde vas tú, saltimbanquis? ¿No ves que todavía eres mu chiquinino? ¡Tú come mucho y hazte grande, y entonces, yo plantaré nabos para que tú se los tires a Jarramplas!". Creo que aquella fue la primera vez que deseé que el tiempo pasara pronto para ser mayor. En el horizonte, el sol lanzaba su último destello desde el Cerro de Las Casas, y después se hundía como una moneda de oro puro en la hucha de un niño rico.
Primero fue el "tum-tum" del tamboril. Luego, los acordes de la canción que había oído aquella tarde por primera vez, cantada por un gran coro de mujeres y hombres. ¿Estaba soñando, o es que Jarramplas no dormía?. La que sí debía dormir era su esposa, a juzgar por la estrofa que iban cantando: "La mujer de Jarramplas está dormida, y si no se levanta, no come migas". Recuerdo que me pregunté sobrecogido cómo podría haber una mujer capaz de querer a un ser tan horripilante, a no ser que fuera tan horripilante como él. Pero, ¿acaso no tenían también mujer los ogros de los cuentos que me leían mis tías? ¡Aviados estábamos!.
Antes de seguir adelante, es preciso aclarar al lector joven, para que comprenda mi visión del mundo aquella noche, que entonces ya había luz eléctrica en mi pueblo. Pero el pequeño generador, situado en el charco de El Calderón, que hacía de presa, en la garganta que aún hoy llamamos "Garganta de La Luz", no daba para mucho: Una sola bombilla en cada casa, con un cable largo para llevarla y traerla por las distintas dependencias, y una sola bombilla en cada esquina, que así alumbraba a dos calles a la vez, que no estaban los tiempos para derroches, y tampoco era grande la necesidad, que como buenos cristianos y buenos labradores hacíamos realidad cada anochecer el refrán que dice que "a las diez, en la cama estés", única forma de poder hacer también realidad cada amanecer aquel otro que afirma que "a quien madruga, Dios le ayuda". Pero aquellas pobres y humildes bombillas no podían competir con tanta oscuridad, sino más bien acentuarla poniendo un contrapunto mortecino a las tinieblas de "las noches sin luna de Capricornio", sembrándolas de halos fantasmales, distorsionados por el vaho que la respiración entrecortada y agitada de los niños curiosos e insomnes dejaba en los cristales de las ventanas.
El misterio de aquella noche dejó de serlo para mí cuando hubieron pasado algunos años que mi abuelo iba deshojando mes a mes en nuevos y sucesivos calendarios de los que sólo permanecían las estampas, y muchas rondas por debajo de mi ventana. Rondas de quintos: "los que se van a la guerra, voluntarios y forzosos. Esta calle la rondan los mozos". Rondas de boda: "Ten cuidado con la novia cuando se vaya a acostar, no se caiga de la cama que es un vaso de cristal". Rondas de la fiesta del patrón: "Ya viene San Roque, el pijotero, a llenarnos la casa de forasteros". Rondas de toros y capeas: "Echa una suerte al toro y otra a la vaca, y otra por mi morena que está en la plaza. La vi llorando".
Para saber cómo somos, qué amamos, qué odiamos, qué deseamos o qué tememos, basta con escuchar y meditar sobre lo que cantamos. Si es verdad, como afirma Phil Collins, que "Las canciones -de autor- son demostraciones contundentes de sentimientos personales", también lo será que los cantares populares y anónimos, forjados en el crisol del tiempo, transmitidos de generación en generación, son "demostraciones contundentes" de sentimientos colectivos. Las rondas de mi infancia, rompiendo con sus cantares la monotonía del eterno cantar de los cuatro caños de la fuente de la plaza, me enseñaron quién era yo, de dónde venía, dónde vivía y a dónde quería ir. Porque un pueblo, no es sólo un lugar geográfico en un mapa.
La ronda del día de Jarramplas forma parte de "Las Alborás", que es para muchos la parte más mágica, misteriosa y ancestral de la fiesta, sazonada por el embrujo de la noche y el arcano de los cantares. También lo era -y lo seguirá siendo, supongo- para los niños, a quienes nos estaba vedada: Al no poder presenciarla, teníamos que recrearla -corregida y aumentada- a base de fantasía e imaginación.
No podrá dudar ni vacilar. Sabe que sin él no habría fiesta. Mirará al Santo por última vez y le pedirá un poco de su fuerza y su coraje: "¡Va por ti!". Y se echará a la calle como un toro, golpeando con fuerza el tamboril, para que todos sepan que él es Jarramplas, que va a soportar el martirio con entereza, que los "disparos" no le harán retroceder, que bailará su grotesca danza en la plaza de la iglesia, alrededor del álamo, sobre el pretil de la fuente, en medio de la lluvia de proyectiles, hasta que los cinco mil kilos de nabos -o los que queden del día anterior- se reduzcan a papilla contra su cuerpo, contra las columnas del pórtico, contra el tronco del árbol totémico, contra la torre, la fuente y el crucero. Hasta que los brazos cansados de los verdugos no tengan nada que lanzar y estallen en una ovación atronadora, otra vez brazos de amigos y vecinos y no de ejecutores, le quiten la máscara, le abracen y feliciten emocionados y orgullosos de él, diciéndole que ha estado a la altura de otros que le precedieron, y que incluso ha superado a algunos: "Consumatum est".
Todo eso pensará Jarramplas la noche de Las Alborás, mientras los niños sueñan con una tribu perdida en la noche de los tiempos, en la infancia de la humanidad, en una lóbrega caverna , cantando y danzando en torno a una hoguera que no puede competir con tanta oscuridad, sino más bien acentuarla poniendo un contrapunto mortecino a las tinieblas del fondo de la cueva, sembrándola de halos fantasmales, distorsionados por el humo de la lumbre. Una tribu perdida, dedicando sus ritos misteriosos y terribles a dioses o demonios cuyos nombres y atributos sólo perduran en un rincón hermético de nuestro subconsciente colectivo, que conocemos mientras soñamos y olvidamos al despertar.
Preside la ceremonia alguien que oculta su fisonomía bajo una horrible máscara y una peluda piel de oso, policromada con sangre, lodo y carbón. En medio, junto al fuego, firme y majestuoso. Marcando con su tamboril el ritmo de la danza infernal. De pie como un árbol bien plantado, la luz tenue y rojiza de la hoguera alargando su sombra le hace parecer aún más enorme e imponente desde la pequeña estatura de los que sueñan: Es el rey que dejará de serlo al día siguiente. Aquel que morirá para que todos vivan, recibiendo el homenaje de gratitud y admiración del clan. Aquel que es el símbolo de la fertilidad . Aquel con cuya sangre se rociarán para que fructifiquen los árboles, las cosechas y los rebaños: "¡Ecce homo!".
Vivimos en un mundo que encoge. Caen barreras. Acortamos distancias. Somos ya miembros de la "aldea global". Ciudadanos de la Tierra. Nos conmueve el sufrimiento de hombres y mujeres que malviven -o malmueren- al otro lado del planeta. Hombres y mujeres cuya existencia misma desconocían nuestros abuelos, con los que nosotros nos sentimos hermanados. Nos subleva la sangre derramada, el hambre de pan y la sed de justicia de muchos semejantes. Ya no es posible permanecer felices en la ignorancia del dolor ajeno. Es inútil tratar de levantar nuevas barricadas con los escombros de los muros que caen para evitar que la miseria de los otros, de la que, en mayor o menor medida, todos somos responsables, nos contamine y nos manche. Y eso es bueno. Es bueno que el alma se conmueva hasta la náusea con tantas guerras, hambres y genocidios, y la conciencia grite "¡Basta ya!. ¡Algo hay que hacer!. ¡Algo hay que hacer y pronto! ¡Y pronto!"
Pero vivimos también en un mundo cada vez más gris y monocorde. Un mundo de colores desvaídos, sin más contrastes ni matices que los que marcan los límites entre el derroche y la miseria, el consumismo incontrolado y la carestía más absoluta, los regímenes de adelgazamiento y la malnutrición más lacerante. A este lado de esos límites, "todo es
desechable y provisional" (Serrat), superficial y caduco, vano y pasajero, mimético y reiterativo: Cantamos las mismas canciones, comemos la misma "comida-basura", bebemos los mismos refrescos, vestimos los mismos "vaqueros", vemos el mismo cine o televisión, leemos los mismos libros, adoramos a un mismo becerro de oro en torno al cual danzamos al ritmo que marca la batuta de "Gold Street". Rechazamos lo que no comprendemos, despreciamos lo que no se puede reducir a una ecuación matemática, medimos la memoria en "bites", el entendimiento, en grados de coeficiente intelectual, y la voluntad y valía de los hombres en términos de productividad, competitividad y agresividad. Y eso es malo. Es malo renunciar a lo que nos distingue, vestir al mundo con un uniforme de mediocridad, rechazar lo nuestro "por viejo" y ensalzar todo lo que nos viene de fuera sin más criterios de calidad que la mera novedad.
La Tierra es una y única, y una es la Humanidad, pero ha de serlo desde la diversidad. Aportando cada pueblo su timbre y su instrumento a la sinfonía común, su banda de color al único arcoiris, el agua de su río al océano inmenso donde se funden todos los anhelos, todas las miserias, todas las esperanzas, todos los sufrimientos, todas las alegrías, todos los llantos, todas las risas, todas las lenguas, todas las razas y todas las religiones y costumbres. Una es el agua, pero muchos los manantiales de donde brota. Uno es el aire, pero muchos los puntos de la Rosa Náutica que marca el origen de los vientos. Una la tierra, pero muchas las montañas, llanuras y valles que la forman. Uno el fuego, pero muchas las hogueras que calientan millones de hogares. Uno el firmamento de las noches de enero, pero incontables las estrellas que la pueblan. Uno el Origen y el Destino, pero infinitos los caminos por donde discurre la Vida, la única Vida, que se manifiesta en millones de criaturas.
Somos los hombres y los pueblos como árboles bien plantados, ansiosos de luz y de infinito, formando un único bosque en las alturas, con sus copas. Pero hundimos las raíces en la tierra. Las raíces que nos nutren y sustentan, en nuestra tierra. Tierra cálida, oscura y húmeda como el útero del que provenimos. La Tierra donde germinan las semillas y se asientan los cimientos de las casas, los templos, los parlamentos, los juzgados, los hospitales y las escuelas. Tierra poblada de raíces profundas de todos los pueblos y de todas las etnias, raíces que buscan los orígenes, se hermanan y se trenzan, en una raíz única, en el mismo corazón de fuego de la Tierra.
La vieja Tierra, "amasada con polvo de estrellas" (Karl Sagan), abonada con cenizas de otros soles y de otros planetas ya extinguidos. La vieja Tierra que da a luz la vida, las culturas, los cantares y las fiestas. Fiestas como "Jarramplas" en Piornal, "El Pero-Palo" en Villanueva, "Los Escobazos" en Jarandilla, "Las Carantoñas" en Acehúche, "La Encamisá" en Torrejoncillo, "Los Empalaos" en Valverde de la Vera... Fiestas que nos distinguen y definen nuestras esencias, que alimentan nuestros sueños, que traen a este mundo gris y racionalista, desde el fondo de la tierra, un soplo fresco de color y fantasía y nos hermanan, en una Fiesta única y multitudinaria, con todos los pueblos de la Tierra, compartiendo con todos los hombres el pan, la sal, el vino, la alegría de vivir, el consuelo de tantos dolores y el descanso de tantas fatigas.
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